Julio Camba (1882-1962) es un escritor
novecentista considerado uno de los principales articulistas de principios del siglo XX.
Durante su carrera se ciñó por completo a este género, recopilando sus obras,
primero escritas para multitud de periódicos (El Sol, El País, ABC…) en diversos libros sobre gastronomía (La casa de Lúculo o el arte de comer),
sus viajes (Un año en el otro mundo, La
rana viajera…) y otros temas (Sobre
casi todo, Sobre casi nada). A continuación reproducimos un artículo de
Camba, de 1931 y publicado en el periódico ABC,
en el que el escritor defiende el analfabetismo para así preservar la
originalidad y el individualismo españoles: una muestra perfecta del ingenio de
Camba, que utiliza un tono satírico, pero también de la situación de su época: España
fue uno de los países más atrasados de toda Europa enseñando a sus ciudadanos a
leer y escribir.
“En Defensa del analfabetismo”
Mucho me temo que mi querido amigo Marcelino
Domingo, ministro de Instrucción de la joven República española, inicie en
serio una campaña contra el analfabetismo. El analfabetismo, como causa de
atraso y de barbarie, es una superstición de nuestras izquierdas. “Hay que
leer”, se dice; pero “¿Qué es lo que hay que leer?”, preguntaría yo. Para mí,
este punto es de una importancia capital y, mientras alguien no me lo aclare de
un modo satisfactorio, votaré por el analfabetismo. Yo creo, en efecto, que si
España quiere conservar la originalidad de su carácter y de su inteligencia
tiene que poner a salvo de las pamplinas periodísticas y los lugares comunes
literarios un 50 por 100, cuando menos, de su población. Muy bien que en los
Estados Unidos, el país de los trajes hechos y las sopas hechas, la gente
utilice también pensamientos de fábrica. En este país el desarrollo de la
instrucción primaria está justificado por la necesidad de destruir el
pensamiento individual, pero España es el país más individualista del mundo, y
no se puede ir así como así contra el genio de una raza. Ahí cada cual quiere
pensar por su cuenta, y hace bien. Un pensamiento propio, por modesto que sea,
vale más para uno que todo Pascal o La Rochefoucauld.
No hay que homologar analfabetismo con
estupidez. Al contrario. Sin hablar de Homero, que era un analfabeto, no de las
sagas norsas, que fueron hechas por analfabetos, ¿en dónde hay una literatura
comparable a la de nuestro refranero y nuestra poesía popular? La cultura no
aminora la estupidez de nadie. Puede aminorar el entendimiento, eso sí, pero
nunca la estupidez, para la que constituye, en cambio, un instrumento precioso.
Por mi parte opino que en España solo los analfabetos conservan íntegra la
inteligencia, y si algunas conversaciones españolas me han producido un
verdadero placer intelectual, no han sido tanto las del Ateneo o la Revista de
Occidente como las de esos marineros y labradores que, no sabiendo leer ni
escribir, enjuician todos los asuntos de un modo personal y directo, sin
lugares comunes ni ideas de segunda mano.
Convendría dejar ya de considerar el
analfabetismo español como una cantidad negativa y empezar a estimarlo en su
aspecto positivo de afirmación individual contra la estandarización del
pensamiento. Pizarro firmó con una cruz el acta notarial en el que se
comprometía a descubrir un imperio llamado Birú o Pirú que quizá estuviese
bastante al sur del Darién, y que terminó la conquista con otra cruz: una cruz
que trazó con su propia sangre sobre las baldosas de su palacio de Lima, al
caer en él acribillado a estocadas. Y no es que Pizarro haya descubierto el
Perú a pesar de ser un analfabeto. Es que, probablemente, solo muy lejos de la
letra de molde se pueden forjar caracteres de tanto temple.
Claro que ningún país puede mantenerse en
pleno analfabetismo. Alguien tiene que saber de letras y de números, como
alguien tiene que saber de leyes, alguien de Ingeniería, alguien de Medicina,
etc., pero mi ideal con respecto a España es este: mientras no se descubra un
procedimiento para que sean los analfabetos quieren escriban, que el arte de
leer se convierta en una profesión y que solo puedan ejercerlo algunos hombres
debidamente autorizados al efecto por el Estado.

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